Amaneció desnuda en aquella habitación que conocía a
la perfección y en la que, cuando despertaba, le embriagaba un olor viciado y
todo le resultaba frío y nostálgico. Él dormía cuando ella se levantó y fue hacia
la ventana; tras el cristal, la vida se abría paso: veía a aquellos que se
dirigían al trabajo, a los que ansiaban que hoy fuese el día en el que tuviesen
una oportunidad laboral, a los niños que se dirigían felices al colegio en este
último día de la semana, a algunas madres cansadas. Y mientras los observaba,
imaginaba, o inventaba, cómo serían sus vidas.
Se giró y recorrió con la mirada aquella cama en la
que los sueños eran efímeros. Las promesas de ayer, hoy se desvanecerían; los
planes que se forjaron en esa almohada compartida durante unas horas, no
traspasarían jamás las paredes de aquel dormitorio; y cuando él despertase, más
de lo mismo: “ya te llamaré” (aquella llamada que nunca llegaba), o un “nos
veremos” (por casualidad, porque sabía que jamás la buscaría).
Recogió su ropa, abandonada en el suelo, se vistió y
al marchase y cerrar la puerta, se prometió no volver nunca a aquel rincón que
dejaba tras de sí. En la calle, la brisa recorrió su rostro y se sintió plena,
y libre. No había un destino al que dirigirse, pero sí la certeza del lugar al
que no quería volver. Y entonces, comenzó a caminar.
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