Sintió escalofríos,
al igual que otras veces. Y recordó las palabras de aquellos que hablaban sobre
el error que podría conllevar ilusionarse de nuevo y de lo complicado que
resultaría embarcarse una vez más.
Entonces
pensó que la vida es también complicada y que no por ello dejamos de
experimentarla cada día, nos ofrece los momentos más amargos y los golpes más
duros pero casi siempre peleamos por salir a flote y cuando el sol vuelve a los
amaneceres y no dejamos que el día termine hasta dar con el motivo que nos hace
sonreír, nos damos cuenta de por qué merece la pena no abandonar a mitad de camino.
Pensó
también en lo cobarde que es el miedo, ese que es capaz de decidir por ti y
consigue que no des más pasos por temor a la caída. Recordó la incomodidad del
acomodado, que es el que nunca llegará al borde del precipicio y no sentirá el
vértigo que da estar ahí, pero tampoco disfrutará de la adrenalina de ese
tiempo y de las inmejorables vistas que ofrece aquel lugar.
Se
acordó con tristeza de los que se excusan continuamente, de los que lo dejan todo
para después, o para mañana, de los que permanecen impasibles, los que no se
aferran a las oportunidades que les tiene reservadas el destino, los que nunca
lo intentan y siguen sentados esperando sin saber muy bien qué es lo que esperan.
Y en
ese momento, lo vio claro. Valía la pena arriesgarse e ilusionarse. Se lo decía
el ritmo frenético de los latidos de su corazón que delataba que estaba viva, que
respiraba, que todo lo que quisiese estaba ahí afuera. Había inventado la
ocasión. Había que aprovecharla. Había, por tanto, que intentarlo.
Reflexionó
por última vez antes de salir a devorar el mundo: lo justo de la vida es que lo
bueno termina llegando; lo injusto, que irremediablemente también habrá espacio
para lo malo. Mientras tanto, tenemos la oportunidad de vivir (que no es poco).