- ¿Qué
balance haces del año que se acaba? – escuchó que un amigo le preguntaba a otro
en la barra de aquella cafetería.
No había sido el mejor año de su vida; tampoco el
peor. A veces pensaba que ninguna de esas dos definiciones existía ni era real:
creía en aquello de “no hay mal que cien años dure”, pero también en eso de que
“nunca la alegría dura un día sin dolor”. Quizás, pensó, si me preguntasen lo
mismo tendría que decir que fue un año más en el que, como siempre, hubo de
todo: metas conquistadas y objetivos a medias – para el año que viene, se
decía-; risas alegres y sonrisas forzadas, lágrimas que duelen y seriedad
fingida; nervios y calma; tiempo perdido y tiempo que se perdió.
Hubo gente que la acompañó en bares a ratos; hubo
gente que siguió haciendo un camino paralelo al suyo. Y luego estuvieron los
amigos, los que se quedaron a esperar, sin mirar ni una sola vez el reloj, a
que su vida estuviese en equilibrio; eran los mismos a los que no les importaba
que su mundo se volviese del revés de vez en cuando.
Existió espacio para las letras, las palabras, los
microcuentos y los cuentos. Y para la música. Y vivió instantes únicos; y
momentos que no quería que volviesen a repetirse nunca y no por eso alcanzarían
el rango de irrepetibles.
- Bueno
¿y cómo te gustaría que fuese el próximo? – preguntaba el mismo amigo empeñado
en conocer el pasado reciente y las expectativas futuras del hombre que lo
acompañaba.
En una mesa cercana siguió dueña de sus pensamientos,
meditando la respuesta de una cuestión que no iba destinada a ella. Quería lo
que todos: salud, encontrar un trabajo, seguir disfrutando. Quería eso, pero
siendo ella. Quería viernes de gin tonics y domingos de poesía; quedarse
perpleja mirando cómo rompen las olas en la orilla como si fuese la primera vez
que veía el mar; y seguir contando días con las personas más importantes de su
vida.
Esperaba que el nuevo año trajese una de cal y una
de arena; un sí primero y después un no sé; un millón de dudas y otro millón de
interrogantes; y el miedo de saber que no llegará nunca a saberlo todo…ni a
aprenderlo.
Quería canciones para bailar y para emocionarse;
besos que supiesen como el primero, e incluso como el último; y abrazos, muchos
abrazos.
El próximo año intentaría hacer una nueva locura, y
volvería a equivocarse, pediría perdón y perdonaría. Y rabiaría antes de elegir
un camino por la incertidumbre de no saber lo que dejaba en el otro: el miedo a
perder, o a ganar. Lo de siempre.
Quería, en definitiva, 365 días para seguir siendo
imperfecta, como su vida, como la vida en general.