martes, 9 de agosto de 2016

Soledad

Cádiz. Plaza de las Flores. Año 2014. 
Observar cómo pasa la vida. La vida de verdad; la de aquellas personas que se dirigen de un lado a otro riendo, mirando a su alrededor, sumergidos en sus ensoñaciones o averiguando maneras de resolver aquel problema que atrapa sus pensamientos.

Nunca estuvo tan cerca este hueco de ser la definición real de una ventana al mundo: el nimio espacio que nos mantiene en él o nos aleja pero que, en cualquier caso, nos permite saber que en uno de los dos lados algo sigue latiendo, nada se para, que quedan cosas por descubrir, sueños que vivir.

Al otro lado, por el contrario, reina el hastío, la sensación de que no quedan batallas que librar, ni tan siquiera de contarlas. Flaquean las fuerzas y todo el entorno inmediato se desmorona, aunque apenas a unos metros lo demás siga girando.

Debe ser eso la soledad del corazón -aquella que se impone sin ser requerida-: un huésped inesperado que se aloja en nuestro órgano vital y le frena las ganas sin aviso, sin señal de Stop y cediendo el paso a todo lo demás, a todo lo que no tenga que ver con nosotros mismos.

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