lunes, 25 de noviembre de 2013

Prohibido no intentarlo

Sintió escalofríos, al igual que otras veces. Y recordó las palabras de aquellos que hablaban sobre el error que podría conllevar ilusionarse de nuevo y de lo complicado que resultaría embarcarse una vez más.

Entonces pensó que la vida es también complicada y que no por ello dejamos de experimentarla cada día, nos ofrece los momentos más amargos y los golpes más duros pero casi siempre peleamos por salir a flote y cuando el sol vuelve a los amaneceres y no dejamos que el día termine hasta dar con el motivo que nos hace sonreír, nos damos cuenta de por qué merece la pena no abandonar a mitad de camino.

Pensó también en lo cobarde que es el miedo, ese que es capaz de decidir por ti y consigue que no des más pasos por temor a la caída. Recordó la incomodidad del acomodado, que es el que nunca llegará al borde del precipicio y no sentirá el vértigo que da estar ahí, pero tampoco disfrutará de la adrenalina de ese tiempo y de las inmejorables vistas que ofrece aquel lugar.

Se acordó con tristeza de los que se excusan continuamente, de los que lo dejan todo para después, o para mañana, de los que permanecen impasibles, los que no se aferran a las oportunidades que les tiene reservadas el destino, los que nunca lo intentan y siguen sentados esperando sin saber  muy bien qué es lo que esperan.

Y en ese momento, lo vio claro. Valía la pena arriesgarse e ilusionarse. Se lo decía el ritmo frenético de los latidos de su corazón que delataba que estaba viva, que respiraba, que todo lo que quisiese estaba ahí afuera. Había inventado la ocasión. Había que aprovecharla. Había, por tanto, que intentarlo.



Reflexionó por última vez antes de salir a devorar el mundo: lo justo de la vida es que lo bueno termina llegando; lo injusto, que irremediablemente también habrá espacio para lo malo. Mientras tanto, tenemos la oportunidad de vivir (que no es poco).

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