lunes, 11 de julio de 2016

La vida, sin maquillaje

Me gusta la vida sin maquillaje, auténtica.
Y eso significa aceptar sus vicisitudes, los golpes, las caídas, las despedidas anunciadas y las que acontecen sin previo aviso.
Admitir que ahogaremos las penas en alcohol seco -con la controversia que ello supone-, que habrá heridas que nunca cicatrizarán, lágrimas que jamás dejarán de brotar (al menos en el alma).
Esto supone también aprobar que el camino, sea cual sea el destino, no se recorre en un día, que acariciaremos la meta pero no la sobrepasaremos, que, en ocasiones, las circunstancias nos obligarán a darnos la vuelta en mitad del trayecto.
Tolerar que hay historias que no terminaremos, igual que hay libros que no concluimos y palabras que ya no diremos.
Pero solo en esta vida sin añadiduras ni aditivos valdrá la pena la felicidad (recordad, aquellos instantes fugaces, efímeros). Únicamente cuando no nos empeñemos en pintar de rosa aquello que no es, podremos apreciar lo que realmente vale la pena aunque no necesite moneda de cambio: las sonrisas cómplices sin la presencia de un objetivo fotográfico, miradas que brillan al sentirse observadas, el tacto de una piel, el olor impregnado en tu ropa tras un abrazo (y el deseo de que se quede allí algún tiempo),...
Y más: la satisfacción de cumplir uno de los diez mil sueños que anhelamos, de aprender algo nuevo cada día, de darse cuenta que el momento es ahora y no vas a ponerle ni un pero.
Entender que a la vida no se le debe poner filtros.
Comprender que la vida tiene un color a cada rato y, a veces, es maravilloso. 

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