Ayer,
mientras tomaba un café y observaba cómo las gotas de lluvia golpeaban el
cristal en una tarde en la que tenía miles de obligaciones y ningunas ganas,
recordó la mirada en la que no paraba de pensar desde hacía unos días.
La
comparaba con otras ya conocidas y sentía que había detectado en ella la
fugacidad indescriptible de un buen momento, el radiante brillo que solo es
capaz de dar la felicidad, la solidaridad que desprenden los ojos generosos, la
calma de una etapa estable, el remanso esperado…
Aquella
mirada mostraba también la firmeza de quien está seguro de quién es y la
convicción del que sabe lo que quiere y hacia dónde va (con lo difícil que eso
era en estos tiempos); es capaz de transmitir confianza y fidelidad, de la de
verdad, de la que no se finge.
Sabía
que esa mirada furtiva no rehuía cruzarse con sus ojos por mentirosa, como en
otras ocasiones le había sucedido; era más bien esa dosis precisa de timidez
que, finalmente y sin apenas darse cuenta, acababa mezclada con una porción de
descaro que cautivaba.
Y siguió
recordándola hasta caer en la cuenta de que si hubiese tenido que describirla
con una palabra habría dicho, simplemente, que era especial… Se lo decían sus
ojos.
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