Domingos que no amanecen hasta el mediodía,
con regusto a la amarga ginebra de la noche anterior;
los ojos rojos por el humo de los cigarrillos,
el cansancio de una noche en la batalla
y un arsenal de promesas que en seis días se incumplirán.
Ganas de nada -mucho menos de pensar sin pensar en ti-.
A pesar de la desgana leo en la prensa que la vida sigue igual,
o peor, que el mundo no se paró y que siguen en pie los corruptos
mientras que aquí y allí continuan cayendo los míos.
Escucho música para amansar a la fiera que se instala cada domingo en mi,
esa que se arrancaría la piel y entregaría el corazón,
la misma a la que le falta el aire cuando acaba la semana
y no termina de encontrar el lugar y el tiempo para ser feliz.
Justo cuando empiezo a pensar que las sábanas vuelven a estar frías
y van a vengarse de mi desorden llevándome a un lunes que es siempre caótico
aparecen las musas para recordarme que anoche bebía con amigos
y hoy van a ser ellas las que me sirvan las copas,
esta vez llenas de letras.
Con una luna distinta y distante, me traen esta madrugada
las palabras que fui incapaz de decir ayer,
las frases que no pude construir el pasado mes,
los poemas que nunca había llegado a componer.
Me faltan hojas en blanco, velocidad para escribir,
memoria para almacenar tantas ideas...
De pronto me paro y pienso: siempre tuve razón,
los domingos de resaca son inspiradores.
Quizás por eso me emborracho los sábados,
para embriagarme de nuevo los domingos.
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