Algún día, sin esperarlo, como le ocurre a
aquel que abre la ventana una mañana y se da cuenta de que ha llegado el otoño
porque las hojas de los árboles se encuentran caídas en el suelo, encontrarás mis
cartas. Imaginarás su contenido hasta que te decidas a abrirlas. Lo harás con
energía y más que leerlas, las devorarás. Tendrás que volver a releerlas mucho
más despacio y será entonces cuando te identifiques con cada palabra, cuando te
des cuenta de que estoy contando tu historia, que es también la mía, y serás
consciente de que estoy definiendo en esas líneas cada uno de nuestros momentos
juntos.
Si prestas mucha atención durante la lectura,
detectarás también que cada letra se surte de los sentimientos que despertaste
en mí y se te pondrá la carne de gallina cuando narre que en la oscuridad tus
ojos fueron como la luz del faro y que, gracias a ellos, no me perdí en tantas
ocasiones.
Tu respiración se verá agitada, saldrás de
casa y recorrerás las calles de forma desordenada hasta que tu mente haga una
guía de los lugares que me gustaban compartir contigo y los visites con la
esperanza de encontrarme. Necesitarás verme, abrazarme, besarme y susurrarme al
oído que tus sensaciones son iguales que las mías: que a ti también te tiembla
hasta el alma cuando mi mirada se clava en la tuya, que mis risas son la banda
sonora de tu día a día y que mi rostro es el protagonista de todos tus sueños.
Una lluvia intensa terminará con el
reencuentro que estás imaginando, querrás volver de nuevo a tu dormitorio; repasarás
las cartas implorando encontrar una pista que te lleve al lugar donde estoy. En
la última de ellas notarás que la tinta es menos intensa y comprenderás que me
cansé de esperarte, de amarte, de sentirte y, sobre todo, que me cansé de
escribirte.
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